viernes, 23 de mayo de 2008

LA INSIGNIFICANCIA DE LLAMARSE

Yo fui el primer carcelero de Oscar Wilde. En la Penintenciaría de Pentonville, en 1895, durante su primer mes de prisión.

No había escritor más famoso que él. Yo nunca leí ningún libro suyo, ni fui al teatro a ver sus chorradas. Pero sí que oí hablar de las tonterías que hacía, y de sus frases memorables, ¡qué paridas!

Le echaron dos años de cárcel con trabajos forzados. Por maricón de mierda.

No le dimos ningún trato especial. Su celda, como la de los demás: estrecha y sin ventanas. Un tablón para dormir. Sin colchón, que ni falta que les hace. Sábanas, dos mantas y una colcha. Y un cacharro de lata para hacer las necesidades.

Alimentación: justo la suficiente, ni más ni menos, y bien que les cundía. El bujarrón del Wilde se negaba a comer al principio. Pero unos cuantos guantazos son mano de santo. Le entraban unas náuseas ridículas. Los vómitos se los hacíamos recoger y ponerlos en el plato para tragárselos. Y agarró unas cagaleras que no te menees. En un mes perdió lo menos diez kilos. Pues mejor para él, porque entró hecho un ballenato asqueroso.

Lo que fue una mierda fue lo de sus mierdas. Lo voy a explicar con pelos y señales. No tiene desperdicio.

La cosa es que para que los presos no se comunicaran dando golpes en los tubos de desagüe, les habíamos quitado las tuberías y letrinas de las celdas. Sólo les dejábamos usar los lavabos comunes una vez al día, durante la hora de ejercicio en el patio. Así que para sus meados y cagados tenían que usar una pequeña lata que podían vaciar tres veces al día, hasta las cinco de la tarde. Y después no les dejábamos salir de la celda para nada. Así que tenían que apañárselas hasta la mañana siguiente con el bacín de hojalata. Y bien que les cundía, salvo al comepollas del Wilde.

Las primeras noches el jodeculos del Wilde gritaba como una tía de parto. Quería salir a los lavabos. Que no podía aguantarse más. Que si un médico para sus diarreas. ¡Mariconadas! Hasta que vio que no le servía de nada. Entonces sólo oíamos de vez en cuando sus lloros, el muy mariquita.

Mi turno finalizaba a las siete de la madrugada, una hora después de abrir las celdas. Nunca se me olvidará la del puerco del Wilde. En postura fetal sobre la cama de madera. Temblando. Con el culo al aire y pegoteado de mierda. El cuenco de hojalata repleto de mierda líquida. Mierda en las sábanas. Charcos de mierda por el suelo. Churretes de mierda en sus manos, en su cara. Salpicaduras de mierda en las paredes.

Yo le obligaba a levantarse. Una vez me dijo que no podía más, que quería morir. Era un cobarde de mierda. Le grité: ¡Arriba, animal! Se tapó la cabeza con la sábana. Le pegué una patada en la cara. Se dejó caer del camastro. Le lancé un paño, un cepillo y un cubo para que limpiara la celda. De rodillas, lloriqueando, comenzó a restregar. Así lo dejaba cada vez que terminaba mi turno. Hasta que un día lo trasladaron a otra cárcel y jamás lo volví a ver.

Y no tengo más que contar. Que esto sirva para que se sepa cómo era de verdad Oscar Wilde.

No hay comentarios: